Shaná Tová
Una noche de año nuevo nos agarró a toda la familia en Piriápolis, en casa de Mario. También estaban Tola, Milka, Emilio, Claudio (con la China), Gaby y, claro, Baba. Comimos asado a la uruguaya, con el fuego de un lado y las brasas del otro. Había una mesa larga en el patio, abajo de la parra, y yo tenía miedo de que me cayera una gatapeluda entre la remera y la nuca. Después de comer y brindar (a los de Piriápolis les gusta mucho el vino tinto ¿Hay vinos uruguayos?), salimos a la calle a ver los fuegos artificiales, más bien pobres, de esos que hacen mucho más ruido que luz. Había un chico negro, amigo de los Invernizzi, dando vueltas por ahí. El Pichu. Yo estaba bastante intrigado, creo que nunca había estado con un chico negro, jugando, o charlando, o viendo los fuegos artificiales. De la verdulería del Canario, que estaba a dos casas de El Descanso, salía mucho ruido. Había una cabra atada al biciletero de la puerta (una vez había mordido a alguien, esa cabra, quizás a Nicky). En eso, sale el Canario en ojotas, malla y camisa, y se agacha a encender lo que yo creía que era un petardo. Me quedé mirándolo como lo miraba Calogero a Sonny. "¡Eun bucapié!" aulló el Pichu. No entendí qué quería decir. Sí llegué a ver que se subía de un salto a la parecita de El Descanso, perdiendo una ojota en la maniobra. Lo último que vi fue una luz amarilla y rastrera que se me venía encima, y la cara desagradable del Canario atrás, riéndose como en el túnel del terror. Creo que después quise salir corriendo, pero yo era gordo y torpe, y me tropecé con el cordón de la vereda y me raspé todo.
¡Feliz Año Nuevo para todos!
Canario, ¡Andate a la concha de tu madre!